
Marco Craso estaba hastiado de tanta guerra, tanta sangre, tanta muerte y tanta destrucción. La campaña en Germania se estaba alargando más de lo previsto y el invierno se acercaba, pronto las montañas y los campos se cubrirían con una manto blanco que dificultaría el caminar y mucho más el desenvolverse con soltura en la batalla. El aire se tornaría más gélido aún y la, ya de por si difícil, empresa de combatir a los vándalos se volvería más ardua.
Craso no se unió a la legión por amor a Roma, por el honor o la gloria de servir al Imperio. Lo hizo únicamente por dinero, pretendía ganar lo necesario para mantener con cierta holgura a su familia que le aguardaba en su Lusitania natal. A su vuelta podría olvidarse de tanta violencia y dedicarse a cuidar de su familia y arar los campos, si es que volvía pues la campaña se recrudecía cada vez más y las bajas en ambos bandos se contaban por millares.
Esa noche no le tocaba guardia pero no podía conciliar el sueño así que se levantó, se equipó, se armó y salió del campamento. No tenía el permiso de su centurión para hacerlo pero contaba con la discreción del centinela , un odre lleno del mejor vino se la aseguraba.
Se encaminó hacia el, aún frondoso, bosque germano. Vagó sin rumbo fijo pensando en sus cosas: Pensaba en cuánto tiempo hacía que no veía el pelo negro de su mujer Dania agitado por el viento, en cuanto deseaba volver a tocarla, a besarla, a abrazarla, en cuanto deseaba volver a hacerle el amor. Era costumbre que en los campamentos romanos hubiese un lupanar para mantener la moral alta de las tropas pero él jamás hizo uso de ello. Pensaba demasiado en su esposa y en su hijo, le preocupaba que el pequeño no le reconociese a su vuelta tras tantos años fuera de casa... Cuando decidió que ya era hora de regresar unos destellos de color verdoso reclamaron su atención, la luz venía de la falda de una montaña cercana.
Al aproximarse descubrió una abertura, la entrada a una pequeña cueva oculta tras unos matorrales. Usó su espada para despejar la entrada, tenía que descubrir que era lo que emitía esa luz, no sabía porqué pero necesitaba saber que causaba ese misterioso resplandor.
Se trataba de una extraña roca grande, porosa de forma irregular. Sintió deseos de tocarla y ´quedó sorprendido por lo suave y cálida que era al tacto, parecía más un ser vivo que materia inerte. - " Debe venir del cielo, será un regalo de los dioses " - Pensaba el soldado romano cuando un sonido atronador le sacó de sus cavilaciones.
Salió al exterior quedándose atónito ante lo que veían sus ojos: se libraba una batalla en el valle tras la montaña.
Dos numerosos ejércitos ataviados con extraños ropajes se enfrentaban en una cruenta batalla, mas lo ciertamente sorprendente eran las armas que usaban, las máquinas de guerra que empleaban.
No había arcos ni flechas ni lanzas ni escudos si no estacas alargadas que escupían fuego con estruendo y mataban a distancia.
En la retaguardia unos cilindros metálicos montados sobre ruedas de madera lanzaban unas esferas, metálicas también por su aspecto, que destrozaban el suelo al impactar y mutilaban los cuerpos de los soldados enemigos.
Marco encontró cierta similitud entre estos carros de fuego y las catapultas con las que estaba tan familiarizado pero estas ni tronaban ni lanzaban sus proyectiles a esa velocidad de vértigo.
El Lusitano no podía saber que acaba de presenciar una batalla que ocurriría muchos siglos después de su nacimiento: Se trataba de un episodio de las guerras napoleónicas, un duelo entre las tropas imperiales de Napoleón Bonaparte y el ejército formado por una alianza de naciones-
Aterrado, temblando de miedo y temiendo haber perdido la cordura volvió a la cueva buscando refugio. Dudaba de que fuesen hombres lo que había visto enfrentarse en tan cruenta batalla, o eran dioses o todo había sido un mal sueño.
Se abrazó a la extraña roca esmeralda y elevó sus preces al cielo, rezó a los dioses que conocía: Rezó sobretodo a Marte, dios de la guerra y le imploró que acabara con tamaña pesadilla.
No pudo continuar con sus plegarias cuando un tremendo temblor comenzó a sacudir la cueva y tuvo que correr para salvar la vida. La cueva se derrumbaba, la tierra temblaba cada vez más.
Se salvo por muy poco de ser enterrado por toneladas de roca que caían sin piedad, solo sus reflejos y su buena forma física, cortesía del entrenamiento del ejército imperial, le permitieron lanzarse en horizontal hacia lo que quedaba de la entrada a tiempo, cayendo de bruces sobre la hierba del exterior, solo para ver:
Otra batalla, otra masacre entre ejércitos con atavíos, ropajes y parafernalias aún más bizarros, con armas y máquinas de destrucción imposibles de imaginar.
En esta ocasión no tuvo dudas de que no contemplaba un combate entre hombres si no entre dioses pues solo un dios como Volcano podía haber creado, en su divina fragua, esos carros de metal que no se desplazaban sobre ruedas si no sobre enormes cadenas. Carros que tronaban aún más que los de su anterior visión, carros que hacían temblar el suelo con solo desplazarse...
Solo Prometeo podía estar detrás de aquellos artilugios que portaban algunos de esos guerreros que lanzaban largas y mortíferas llamaradas sin apenas ruido y desde luego solo el gran Júpiter podía dirigir esa máquinas voladoras que se asemejaban a gigantescos pájaros que dejaban caer una mortífera carga que lo destrozaba todo a su alrededor creando un infierno de fuego y truenos.
La cueva ya no existía, sepultada por el impacto de una de las cargas de esos pájaros de muerte. No había sito a donde huir ni a donde refugiarse de ese auténtico infierno en la tierra..
" ¿ Vais a llevarme con vosotros a los campos elíseos o quizás al Hades ? "
Gritó el soldado movido más por la desesperación que por la fe, su mente estaba al borde de la locura y ya no podía asimilar esas experiencias, no sabía porque le ocurría todo esto solo quería que se acabase de una forma u otra-
Casi cómo en respuesta a su desesperada llamada de auxilio una ráfaga de ametralladora proveniente de un Stuka de la Luftwaffe acabó con su sufrimiento partiéndole en dos.
Quizás se podía pensar que los dioses oyeron sus plegarias y se apiadaron de el pobre viajero involuntario pero no eran dioses los que allí litigaban si no hombres de otra época muy distinta a la suya: Eran soldados de la Unión Soviética en plena invasión de la Alemania Nazi de Adolf Hitler.
Marco Craso de Lusitania murió siendo joven. Su edad biológica correspondía a la de un hombre de 23 años pero paso tanto tiempo cronológico desde su nacimiento en el año 112 A.C. y su muerte en el año 1944 D.C que fué el hombre más longevo de toda la historia.
Fin
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